Hasta el Infierno


Faltaban solo dos cuadras pero sabía que era demasiado tarde. Las luces de las patrullas y las personas reunidas indicaban que algo grave había ocurrido. 

Apuré la marcha y comencé a abrirme paso entre la multitud. Pasé bajo las cintas del perímetro, corrí hacia el granero y contemplé con horror la escena: El viejo Augusto yacía en medio de unos apurados forenses, con un enorme puñal ensangrentado en la mano derecha, mirando sin vida hacia el techo y una mueca entre furia y sonrisa dibujada en su rostro. A escasos cuatro metros se encontraba otro cuerpo; no podía discernir de quien se trataba, puesto que toda posibilidad de reconocimiento facial había sido convertida en picadillo donde alguna vez hubo un rostro. 

Salpicaduras de sangre adornaban las paredes y algunos dedos de la mano derecha eran marcados y fotografiados alrededor de la escena del crimen. “Un crimen atroz”, decían algunos, “pocas veces he visto una escena como esta” escuché decir a otro, pero la expresión en el rostro de Augusto no dejaba lugar a dudas: por fin lo había logrado, por fin se había hecho justicia... 

Ocho años no habían sido suficientes para aplacar esa enorme furia, alimentada las últimas semanas por la repugnante noticia: Después de casi 7 años de persecución y algunos meses de prisión preventiva, el abominable ser que había ultrajado y dado muerte a su pequeña de tan solo 10 años, había sido puesto en libertad por un error en los procedimientos. 

Un fallo técnico a la hora de recolectar las pruebas, un error humano; esto había sido suficiente para anular el juicio sin importar la contundencia de las pruebas, de la coincidencia de las huellas o de la compatibilidad del ADN con los fluidos encontrados en la pequeña víctima. Todo esto había podido soportarlo, pero cuando el oficial de escolta transportaba el desgraciado a la salida de la corte, este se paró en seco, lo miró con esa grotesca expresión de burla y le dijo “Me enteré que tienes otra preciosa hija, creo que sería bueno visitarla”. Sintió su corazón destrozarse en mil pedazos, cerró con gran fuerza sus puños mientras le comenzaba a hervir la sangre y decidió en el fondo de su alma que si El Sistema no le brindaba la justicia merecida, era su deber como padre tomarla en sus propias manos.

No utilizó mucho tiempo en preparativos, había repasado la escena mil veces en su cabeza desde hacía muchísimo tiempo. Esperó impaciente las horas, y con una fuerte convicción en su pecho y un afilado cuchillo en su mano, caminó  bajo el cobijo de la noche hacia la residencia del desgraciado.

Desde lejos podía escuchar la algarabía, una gran celebración se llevaba a cabo, el transgresor y sus amigos  se pavoneaban de la gran hazaña. Se dirigió al granero donde guardaban el licor y esperó pacientemente.  Pasaron algunas horas hasta que la reserva etílica había disminuido lo suficiente como para necesitar recarga. Había estudiado muy bien sus rutinas… había prestado total atención a las declaraciones… sabía que era la única persona que entraba a ese granero donde fue encontrada su hija y supo que su momento por fin había llegado.

Tardó el desgraciado en asomar la cara a la puerta para recibir la primera estocada del viejo Augusto. Llevó instintivamente las manos a su rostro justo en el momento de que la segunda ráfaga impactaba violentamente la mano, separando las falanges de la muñeca. Comenzó a gritar de dolor, pero el viejo aumentaba el ímpetu de su ataque. La sangre salpicaba las paredes del granero con cada destello del afilado puñal. Los gritos fueron escuchados por la multitud, que se encaminó hacia la escena para auxiliar a su amigo. Encendieron la luz solamente para observar el ya desfigurado rostro del degenerado, expirando su último aliento, con Augusto sobre su pecho. Horrorizados escuchaban las demenciales carcajadas del viejo mientras continuaba ensartando el acero sobre la carne. De pronto el viejo pareció notar que su víctima había muerto. Lanzó un alarido gutural, una mezcla entre tristeza y rabia. Observó expectante a su alrededor, y sin ninguna contemplación, hundió de golpe el cuchillo en su pecho. Con la misma fuerza con que se había apuñalado sacó el arma de cuerpo y tendido en el piso, con una expresión de complacencia, expiró su último aliento.

Muchos dicen que se suicidó por miedo a enfrentar a la justicia, otros dicen que fue por la locura del momento, pero solo yo le escuché decir esa misma mañana que si la venganza no la satisfacía la muerte, con gusto la continuaría en el infierno.

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