Hermes Express


Era viernes por la mañana, el típico fin de semana ajetreado en la estación del tren. El astro rey emergía desde el horizonte, y sus cálidos rayos habían disipado por completo la espesa bruma relegada de la fría noche. El sol ya comenzaba a quemar y ahí estaba yo, formado en la línea, con tiquete en mano, como parte de los 95 dichosos pasajeros favorecidos en la rifa para el viaje inaugural del Hermes Express; la nueva locomotora recién llegada a nuestra floreciente ciudad, que según anunciaban los medios, con bombos y platillos; había sido fabricada con los más altos estándares de calidad y avances tecnológicos.

Por fin dieron orden de abordaje, poco a poco se fueron llenando todos los vagones. Personas de todas las edades ingresaban y colocaban sus pertenencias en los maleteros. Los chiquillos corrían, buscando las mejores posiciones junto a las ventanas. El embriagante olor a nuevo que me recibió al abordar el último de los vagones no hizo más que aumentar mi excitación, y por un instante me sentí tan entusiasmado como los niños a mí alrededor. Al ser las 10:45 el sonido del silbato dio inicio formal a nuestro viaje; en pocos segundos la estación se alejó en el horizonte, y colmados de una gran expectación, nos acomodamos en los modernos asientos para continuar disfrutando del viaje. Algunos chiquillos extasiados señalaban las montañas, colocando sus dedos sobre las inmaculadas ventanas; las charlas joviales y sonrisas abundaban, al igual que los bocadillos y bebidas que eran constantemente ofrecidos por las amables camareras que empujaban los carritos a través de los vagones.

Mucho se había hablado sobre la construcción de las líneas ferroviarias, y aunque existían muchos inconformes con los rumores de esclavitud o de extrañas desapariciones; todos esperábamos con ansias el momento en que el tren cruzaría el tan famoso túnel, de poco más de una milla de longitud, con el que los valientes trabajadores habían atravesado la imponente montaña.

Tres silbidos del tren levantaron a los pasajeros de los asientos: la enorme montaña estaba a solo 15 minutos de trayecto y ya podíamos observar como parecía aumentar su descomunal tamaño con cada metro de terreno que avanzábamos.  Cerca de la entrada del túnel nuestro transporte disminuyó la velocidad y las luces en los vagones fueron encendidas.

Comenzamos la incursión en el subterráneo. Algunos de los pasajeros corrían las ventanas y sacaban sus lámparas para apreciar detalladamente las paredes de roca pulida a escasos metros de nuestro transporte. Uno de los niños advirtió sobre extraños garabatos rojos decorando una de las paredes, algunos adultos corrimos curiosos a verificar y conforme el tren avanzaba, se divisaban cada vez más dibujos con pintura roja.  En un momento el tren se detuvo por completo, y un par de minutos más tarde, uno de los oficiales abrió la puerta frontal del vagón para comunicarnos de un pequeño desperfecto en la locomotora, muy común en los viajes inaugurales, y solicitándonos mantener la calma, pues según informaba, continuaríamos el viaje en cuestión de minutos. Casi media hora después, la puerta frontal se abrió nuevamente, permitiendo el paso a las camareras, quienes traían sus carritos repletos de bebidas y bocadillos, mientras anunciaban que las reparaciones tomarían un poco más de tiempo de lo esperado. Algunos murmullos, reclamos y maldiciones se escucharon levemente, y mientras repartían los tentempiés a los demás pasajeros, salí por la puerta trasera, con lámpara en mano, decidido a explorar un poco el túnel. Caminé por cerca de un minuto hasta notar que las pinturas tenían cierta consecuencia, como si trataran de contar alguna historia. Me devolví hasta el principio de estas y observé con asombro que el mismo diseño estaba pintado sobre las paredes en ambos lados de las vías. Mostraban muchas personas trabajando, abriéndose paso a través de la montaña, perforando la roca sólida y colocando los rieles, placas de asiento, balastros y demás elementos de sujeción. Aunque los dibujos eran simples y monocromáticos, estaban realmente bien detallados, más aun tomando en cuenta el tipo de superficie sobre la cual habían sido realizados. Algunos metros adelante ya las obras comenzaban a penetrar la montaña; pude observar muñequitos cargando vagones llenos de material hacia la entrada del túnel y algunas piezas que supongo cumplían la función de estabilizar la estructura. Conforme avanzaba hacia el tren, los dibujos se iban tornando cada vez más extraños: habían menos trabajadores, la pintura era de un tono más oscuro, y cada ciertos metros aparecía una mancha que desfiguraba parte de las ilustraciones, como si la pintura se hubiese derretido. De ahí en adelante el dibujo se volvió repetitivo y confuso; personas ingresando en el túnel, la mancha que borraba los dibujos, vagones vacíos, trabajadores entrando, y nuevamente la mancha.

Nuevamente el silbato de la locomotora alertó a los pasajeros. La falla había sido reparada y pronto retomaríamos la travesía. Un poco decepcionado, apresuré el paso hacia el vagón.

Comenzamos a avanzar y no podía dejar de pensar en las pinturas, constantemente acercaba la lámpara a las paredes, esperando encontrar nuevas inscripciones, pero los diseños se continuaban repitiendo. La máquina aumentó la velocidad, y decidí olvidar el asunto y disfrutar lo que restaba del viaje, pero una extraña sensación me seguía incomodando. De pronto, comenzamos a sentir irregularidades en el camino, similar a cuando las llantas de la carreta caían en un agujero en la calle, pero esto era algo anormal tratándose de unas vías férreas. Los “baches” comenzaron a sentirse aproximadamente cada dos segundos, pronto aumentó la frecuencia a un bache por segundo y para cuando el maquinista trató de disminuir la velocidad era demasiado tarde: el tren perdió estabilidad e inevitablemente se descarriló, expulsando a todos los pasajeros de sus asientos y enviando a algunos pocos fuera de los vagones a través de las ventanas. Me levanté bastante aturdido por el reciente impacto, me llevé una mano a la cabeza mientras me apoyaba en uno de los asientos. Los lamentos y sollozos eran constantes, una espesa nube de humo inundaba el lugar y amenazaba con asfixiarnos. Cuando por fin pude enfocar la vista, apareció ante mis ojos una macabra y apocalíptica escena: a escasos dos metros, un niño lloraba sobre el cuerpo desfigurado de una mujer, que se encontraba bajo uno de los asientos. Él trataba inútilmente de despertarla, tirándole de su vestido, ahora cubierto de carmesí. Varios heridos tenían pedazos de las ventanas incrustados en las extremidades, el vagón se encontraba ligeramente inclinado y había perdido varias secciones de las paredes y el techo. Había cuerpos de todas las edades, esparcidos por los lados y algunos rastros de los mismos impregnados en las paredes del túnel. Traté de abrir la puerta frontal y avanzar hacia los demás vagones, pero debido a la deformación del metal me fue imposible abrirla. Me volteé para tratar de asistir a los heridos a mi lado, pero el calor expedido por el carbón incendiándose y la nube de humo que aumentaba su intensidad rápidamente me hicieron retroceder e intentar abandonar el vagón. Tomé en mis brazos al niño que lloraba junto al cadáver de su madre, parecía de escasos dos años y claramente no entendía lo que estaba sucediendo. Lo empujé fuera del vagón a través de un agujero mientras yo intentaba salir a través del techo, resbalando constantemente con la mitad del cadáver de un tipo gordo que se había sentado a mi lado desde que comenzamos la travesía. Retrocedimos algunos metros, el incendio comenzaba a propagarse con más fuerza. Quienes aún tenían fuerzas, o sus heridas les permitían aún movilizarse, comenzaron a escapar del desastre en dirección a nosotros. Conforme las llamas aumentaban e iluminaban el túnel, podíamos observar los miembros cercenados que habían quedado dispersos por el camino.  Tomé al bebé en mis brazos y retrocedí un poco más para alejarnos del calor. Volteé hacia mi derecha y lo que descubrí me dejó horrorizado: un delgado arroyo de sangre fluía por el suelo, desde el lugar del accidente hacia las paredes, donde comenzó a esparcirse para dibujar líneas y continuar la historia. Apareció el dibujo del tren en el que viajábamos, lleno de personas asomándose por las ventanas, luego estaba el tren y las personas bajándose, y casi llegando al lugar del accidente, las líneas dibujaron el descarrilamiento y toda la estructura cubriéndose de llamas. Decidí no comentar nada a los demás pasajeros, tomé una de las lámparas que aún funcionaba, y emprendí el viaje al exterior del túnel, en dirección desde donde habíamos entrado. Justo cuando di la espalda a lo que quedaba de la locomotora se produjo un inquietante silencio, que pronto fue sustituido por murmullos de preocupación. Volteé en el momento justo para observar como una espesa niebla comenzó a filtrarse por entre los restos del accidente, era de color oscuro y despedía un olor nauseabundo. Un insoportable chillido nos obligó a tapar nuestros oídos. Las pinturas de sangre comenzaron a desprenderse de las paredes y a cubrir lo que quedaba de las ventanas. La locomotora encendió motores y comenzó a acelerar, emitiendo los sonidos característicos del metal al retorcerse. Los gritos de horror provenientes de los heridos que aún continuaban con vida dentro de los vagones destrozados y las salpicaduras de sangre que viajaban hacia las ventanas desataron la histeria colectiva; todos los sobrevivientes comenzamos a correr hacia la entrada del túnel mientras unas aterradoras carcajadas retumbaban como inmensas explosiones.

Una especie de criatura saltó por entre las llamas que dejó la locomotora al retirarse y comenzó a perseguirnos. Quienes no podían correr a causa de las heridas fueron los primeros en sucumbir ante este espantoso monstruo. Saltaba sobre ellos y acababa con sus vidas con sus enormes dientes y filosas garras. No parecía querer alimentarse, sino eliminar a todo lo que encontraba a su paso. Saltaba de una víctima a otra, y las carcajadas aumentaban con cada nueva muerte que cobraba. Cuantos más aterradores eran los gritos de agonía, más fuertes eran las risas de ese espanto del averno. Yo continuaba corriendo lo más rápido que me permitían las piernas, sosteniendo al bebé con fuerza, sin pensar en nada más que en sacarnos de esa trampa mortal. Podía observar la luz a lo lejos, quedábamos ya pocos sobrevivientes corriendo por nuestras vidas y por suerte me encontraba en la delantera. Un tipo alto me rebasó muy de cerca, haciéndome tropezar en el momento, volteé la mirada y pude ver como el monstruo se abalanzaba sobre el último de los sobrevivientes rezagados un niño de no más de 12 años; le partió por la mitad de un bocado y volteó hacia donde estábamos. Tomé al bebé nuevamente y corrí con mis últimas fuerzas. Faltaban pocos metros para el final, podía ver la claridad a mi alcance, estaba recortando camino al tipo que me había adelantado y cuando lo tuve al alcance, tuve que tomar la decisión y golpeé una de sus piernas. Mientras el pobre infeliz trastabillaba, tratando de recuperar el paso, fue alcanzado por un zarpazo que le removió por completo la pierna; sentí pena por el desgraciado, pero nos estaba dando el tiempo suficiente para poder abandonar el túnel y salvar nuestras vidas.  Faltaban escasos 50 metros, podía ver el final claramente, sonreí pensando que lo lograría, pero en ese último trayecto, con cada paso que daba, mi acompañante se volvía cada vez más pesado. Pensé que se debía al cansancio, pero el bebé pesaba más con cada paso que avanzábamos. Sentí algo extraño y decidí mirarlo. Un escalofrío recorrió mi columna, el niño parecía haberse convertido en piedra, excepto por esos horribles ojos grises y esa sonrisa repleta de afilados dientes, sus manos se habían extendido hasta tocar el suelo, y estaban aferrándose al suelo, impidiendo mi avance. Me desprendí de el en seguida, intenté correr  y me sujetó la pierna, le pateé la mano y mi pie la atravesó como si fuera de barro, con la vista nublada por las lágrimas y preso de la desesperación corrí con todas mis fuerzas, logré salir del túnel justo en el momento en que la criatura tomaba mi brazo. En un momento todo se desvaneció y desperté luego de varios días en el hospital. La policía me interrogó innumerables ocasiones, y nunca creyó mi historia. Nunca hubo rastro del tren ni de sus demás pasajeros, o de las pinturas en las paredes. No pude explicar las cicatrices en mi brazo y al carecer de identificaciones me encerraron en este estúpido manicomio. ¿Que por qué te cuento esto? Porque todo parecía marchar relativamente bien hasta que volví a mirar a ese horrible niño hace poco más de una semana, y la mujer que lo cargaba confesó que su más grande afición es mirarte mientras duermes, a través del espejo de tu cuarto. 

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