Cuestión de Tierras



Dentro de todas las historias que me contaba mi abuelita, hay una que siempre quedó en mi memoria, y que en muchas noches perturbó mis sueños, al recordar las espantosas descripciones sobre los horrores presenciados.

Eran tiempos difíciles en Centroamérica, las autoridades gubernamentales se habían aliado con empresas privadas para promover la explotación minera en territorios ocupados históricamente por la población indígena, habían contratado empresas de seguridad privada en las cuales los dueños eran ex militares, y utilizaban todo tipo de métodos para obligar a los habitantes a elegir entre abandonar sus tierras o perder la vida.  Mi abuela era una de las líderes comunales con más arraigo en nuestro pueblo, y se negaba rotundamente a abandonarlo.

El tiempo transcurría, y las tensiones aumentaban con el pasar de los días, lanzaban piedras a su casa o dejaban partes de sus animales muertos en las entradas.  Era espeluznante, pero lo peor estaba por llegar.

Al cumplirse el tercer mes, un grupo de hombres armados entraron a su casa en la madrugada. Mi abuelo intentó enfrentarlos, pero de un balazo en la cabeza eliminaron todo intento de defensa. Se dirigieron hacia mi abuela,  la golpearon, amordazaron y la depositaron en el cajón de un camión, en el cual pudo observar a los demás líderes comunales bastante mal heridos. No sabía exactamente cuánto tiempo estuvieron en ese cajón, ni hacia donde fueron transportados, pues perdió el conocimiento en varias ocasiones; y para cuando fueron sacados del automotor uno de los secuestrados había fallecido a causa de la brutal golpiza.

Los acomodaron dentro de una oscura bodega, amarrados fuertemente a una silla y fueron sentados en círculos alrededor de una bombilla incandescente. Podía observar el miedo y la desesperación reflejados en cada uno de los ahí presentes, una mordaza les impedía gritar por ayuda, pero estaba segura que aunque gritaran con toda su alma, nadie podría escucharlos.

Un par de horas después, se escuchó el rechinar de una puerta al abrirse, el fuerte ruido de las pisadas indicaba varias personas acercándose. Cuatro hombres se aproximaron y uno de ellos comenzó a golpear al dirigente de la comunidad del norte con un trozo de metal. La paliza fue brutal, la sangre salpicaba constantemente las paredes y pronto los quejidos dieron lugar a los espasmos y el desdichado hombre expiró lo que parecía ser su último aliento, camuflado entre los restos de lo que alguna vez fue un rostro humano.

La sangre continuaba emanando de donde alguna vez estuvo su mandíbula, los espasmos continuaban y después de notar que ninguno de los atacantes tenía el rostro cubierto, mi abuela comprendió que no planeaban dejarlos salir de esta con vida.

Un par de horas después los animales regresaron, trayendo consigo una caja de metal la cual colocaron en el centro. Las moscas comenzaban a posarse sobre el cadáver del recién fallecido, la caja fue abierta lentamente y un extraño líquido fue inyectado a otro de los líderes comunales. En cuestión de segundos el pobre desdichado estaba completamente paralizado, pero sus ojos llenos de terror confirmaban que mantenía total consciencia aunque había perdido el control de su cuerpo.

Lentamente, comenzando desde sus pies desnudos, y con una especie de concha marina afilada, uno de los captores comenzó a remover la piel de los dedos, una larga tira de piel removida dejaba al descubierto el color de la carne y los gritos ahogados demostraban el increíble dolor que la víctima estaba sufriendo. Muy al contrario del anterior asesinato, este se estaba forjando con total paciencia y lentitud. Una a una, las tiras de piel iban siendo depositadas sobre los hombros de la víctima, quien perdía el conocimiento por momentos a causa de la tortura, pero rápidamente era despertado para asegurarse de que no perdía un solo minuto de sufrimiento. Las horas pasaron, y aparte de la víctima de turno solo quedaban dos sobrevivientes, quienes eran obligados a contemplar las atrocidades que se cometían frente a ellos sin poder hacer nada al respecto.

Cuando el último trozo de piel fue removido del rostro del desgraciado, el que parecía ser el jefe hizo una señal a otro de los captores, quien trajo consigo un enorme espejo. Los captores rieron descaradamente y lo colocaron frente a la desollada víctima quien comenzó a llorar amargamente. Luego de algunos minutos extra de agonía, rociaron combustible sobre la carne expuesta y le prendieron fuego para terminar con su desgracia mientras abandonaban por unas horas a los secuestrados restantes.

El calor era insoportable y el hedor a carne quemada impregnaba la bodega donde estaban encerrados. El cuerpo de la primera víctima comenzaba a descomponerse y esa mezcla de olores amenazaba con finalizar las desgracias de mi abuela a causa de un ahogamiento por el vómito.

Al cabo de algunas horas comenzó a escuchar mucho movimiento. Los alrededores se escuchaban muy agitados y varios motores se pusieron en marcha y los ruidos se alejaban rápidamente. En un instante comenzaron a escuchar detonaciones, ruidos de motores acercándose y a alguien gritar a los demás que escaparan hacia la montaña. Una nube de humo ingresaba desde la puerta y en un instante uno de los captores entró de golpe en la bodega, permitiendo la claridad del día ingresar y pudo observar la batalla campal que se libraba afuera. El recién ingresado se dirigió con una escopeta entre sus manos hacia el otro sobreviviente, colocó el cañón en la sien derecha y con una sola detonación impregnó las paredes de materia gris mientras la parte superior del cráneo rebotaba algunos metros hacia la derecha. Recargó de nuevo las cámaras del arma, apuntó hacia el pecho de mi abuela, y una lluvia de detonaciones des-balancearon violentamente el cuerpo del individuo quien se precipitaba hacia el suelo con los ojos extraviados. El humo seguía ingresando a la bodega y lentamente mi abuela iba perdiendo el conocimiento. Un cálido abrazo recorría su vientre y sintiéndose por fin a salvo, cerró sus ojos mientras los ejecutores de su captor se acercaban en su auxilio.

Siempre que le pregunté a mi abuela sobre los eventos posteriores, esquivaba el tema; y cada ocasión en que les contaba a mis padres sobre las historias de mi abuela, se preocupaban y horas más tarde podía ver a mi padre llorando frente a esa bonita urna colocada en el centro de la sala.


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