Asuntos pendientes

Giró su reloj de arena como lo hacía todas las mañanas antes de comenzar a trabajar. Era su ritual de inicio de semana, donde religiosamente alineaba todos los adornos que tenía junto al computador y finalizaba volteando su preciado reloj de arena. El último regalo de cumpleaños que recibió de su amada Karla.

Era un día frío, más que de costumbre, las ventanas lucían empañadas a esa hora de la mañana y los rayos del sol aún no se dignaban a salir por entre las nubes. Gris era el día, gris era el tiempo y gris su agonía. No había día en que no llorase por su ausencia; noche tras noche se dormía llorando por haberla perdido de esa manera y noche tras noche en medio de sollozos y culpas, abrazaba su almohada deseando volver a tenerla aunque fuera por una sola noche.

Latas vencidas habían sustituido los paquetes de comida en la despensa, telarañas y polvo habían cubierto gran parte de la casa y tazas con hielo y botellas medio vacías de cerveza invadían el enorme refrigerador que alguna vez rebosó de comida y verduras frescas. Su depresión era evidente, había perdido peso considerablemente y su rendimiento en el trabajo era más bajo que nunca. Su jefe, preocupado por quien alguna vez fue de sus mejores empleados, le exigió tomar un par de semanas de vacaciones como último recurso rehusándose a despedirlo.

Se instaló en la vieja casa del lago, herencia de un tío rico de Dios sabe donde, en la que solía descansar con su esposa. Revisó las alacenas y tenía suficientes provisiones para un par de meses, tomando en cuenta lo poco que comía últimamente. Depositó su ropa en la cómoda y se dejó caer sobre la cama, deseando que su vida acabase de una vez por todas.

El ruido del viento golpeando la cubierta de una de las ventanas le despertó y le hizo levantarse. Era ya tarde en la noche, y se había dormido con las puertas abiertas. Una fría niebla proveniente del turbio lago comenzaba a entrar por la puerta principal. Cerró con seguro la puerta y las ventanas, se dispuso a volver a la cama pero un ligero golpe en la pared posterior de la cabaña le interrumpió. Armado con su linterna en la mano derecha y un cuchillo de cocina en la izquierda, salió de la casa y caminó cuidadosamente hasta el lugar de donde provino el ruido, sintiendo un gran alivio al ver que solo era un sapo que se había estrellado y yacía aún atontado cerca de una descuidada meseta.

Cerró tras de sí la puerta y caminó hacia su cama, cerró por un momento los ojos y deseó ver de nuevo a su amada, se volteó buscando abrazar su almohada y se encontró con unos ojos grises mirándole fijamente. Se alejó lo más rápido que pudo y le apuntó con el haz de la linterna, pero la criatura trepó con rapidez por la pared y escapando de la luz. Corrió hacia el salón cerrando la puerta, tomó el cuchillo con su temblorosa mano y retrocedió lentamente buscando la puerta de salida sin descuidar la puerta del cuarto. Unas desquiciadas risas comenzaron a sonar, al tiempo que la puerta era golpeada desde el interior de la habitación donde dejó encerrada a aquella criatura. Sabía que no podía escapar por ningún otro lugar, pues era el único lugar de la casa que no poseía ventanas, y el único ingreso era por la puerta que el estaba custodiando. Con una mano en la espalda y la linterna sostenida entre su cabeza y su nuca, intentaba abrir la puerta de salida pero no podía atinarle al agujero de la cerradura, y en uno de esos fallidos intentos, las llaves resbalaron y cayeron al piso. Se arrodilló rápidamente para recogerlas y de pronto los golpes cesaron. La risa sin embargo, se tornó más escalofriante todavía y observó con horror como una mano atravesaba la madera de la puerta como si de una cortina de agua se tratase. Poco a poco la cabeza también se abrió paso y en unos pocos segundos ya tenía fuera la mitad de su cuerpo.Levantó la cabeza en dirección al horrorizado sujeto y moviendo levemente la cabeza esbozó la mas horripilante sonrisa que jamás había visto. Sin duda alguna, parecía a su fallecida esposa, pero definitivamente no era ella, un ser tan maravilloso jamás podría convertirse en tan espeluznante criatura.

Se armó de valor y hundió el cuchillo con todas sus fuerzas justo en el ojo derecho de la criatura, pero la atravesó como si fuera de aire y quedó incrustado en la madera de la puerta y aunque no le hizo ningún daño, el solo hecho de intentarlo no pareció hacerle ninguna gracia al engendro de la puerta, quien lanzo ahora un poderoso alarido con el que acto seguido, todas las criaturas de las inmediaciones hicieron solemne silencio. De pronto no se escuchaban los grillos, ni las ranas cantando, no se escuchaba ni siquiera el viento mover las hojas de los árboles, no se escuchaba nada más que los exaltados jadeos del ser atorado en la puerta y las aceleradas palpitaciones del pobre desgraciado que estaba acurrucado en la puerta, presa del pánico, apuntándole con una linterna. Los minutos pasaron y de pronto entendió lo que estaba sucediendo: por alguna razón la criatura se había quedado atorada, al parecer, a causa de la luz con la que le apuntaba, se mantuvo así por espacio de casi una hora, no tenía el valor para mirarla directamente a los ojos, pero notaba algo en ella que le entristecía.

Un par de horas habían pasado ya y la luz comenzaba a debilitarse. Nunca había pensado tanto en la importancia de la electricidad como esa noche, y conforme la luz amainaba, la criatura comenzaba de nuevo a moverse. Intentó nuevamente abrir la puerta, rezando por hacerlo bien esta vez. Acercó una silla sin dejar de apuntar con la luz y la colocó cuidadosamente para abrir la puerta. Giró suavemente la perilla y quitó el seguro de la puerta; corrió desesperadamente hacia su auto y arrancó sin mirar atrás. Unos minutos después estaba en la interestatal con decenas de kilómetros de distancia de esa vieja cabaña justo cuando los primeros rayos del sol se comenzaban a asomar.

Paró en un hotel del camino, demasiado nervioso para poder dormir, pero agotado por el viaje y las horas de horror que acababa de sobrevivir. Fue al bar y con un Whisky en las rocas contó al camarero la situación que le acababa de acontecer; este se limitó a encoger los hombros mientras continuaba limpiando la desgastada barra. Unos cuantos minutos (y tragos) después, se dirigió a su cuarto y se acostó a descansar lo que quedaba de la mañana y para el atardecer ya se sentía completamente repuesto. Abordo de nuevo su vehículo y emprendió la marcha hacia su desordenada casa. Encendió las luces de su auto para poder ver mejor la carretera y un escalofrío recorrió su cuerpo. Volteó lentamente y ahí estaba de nuevo ese rostro, junto al asiendo del acompañante, justo donde viajaba su mujer el día que discutieron y el la empujó causándole la muerte al salir del vehículo cuando falló el seguro de la puerta. Ahí estaba ella y gritó nuevamente, desesperado trató de defenderse pero esta vez no había luz capaz de detenerle…


Días después fue encontrado su auto cerca del la vieja casa: vacío, calcinado, y con unas extrañas marcas de arrastre que salían de este y desaparecían en la orilla del mismo lago donde escondió el cadáver de su difunta esposa. Por fin entonces, se solucionaron todos los asuntos pendientes.

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